Aquella tarde llevaba un jersey de lana rojo. Y seguía igual de guapa.
Eran muchas la tardes ya que la había visto y muchas también sus ropas Me acordaba perfectamente de cada uno de sus jerseys, camisas, camisetas, tops... Los pantalone no, porque nunca llegaba a verlos.
Recuerdo la primera vez que entré en la panadería. Salía de la estación del tren con un hambre terrible y descubrí una tiendecita pequeña que nunca había visto. Se me reveló como ese ángel brillante que se les debe aparecer a los mendigos en momentos de máxima necesidad ofreciéndoles un buen bocadillo o una buena limosna. Entré a ver qué podía comprar; dentro me esperaba un ángel de verdad. Aquella mujer... tardes y tardes en el autobús me tuvo pensando en ella. Llevaba el pelo rubio brillante en una coleta, un jersey marrón y una cara espléndida. En realidad lucía muy despreocupada y cansada, pero a mí me pareció más guapa que ninguna de ésas que salen por la tele. Ella me preguntó que si yo quería algo después de un rato; yo me había quedado embobado y dije que no, que sólo estaba mirando. Al cabo de un rato me decidí y ella me dijo muchas gracias aquí tiene usted y yo me fui.
Ay, quién me iba a decir que iba a suspirar por ella todos los días hasta hoy cuando ya no hay remedio. ¡Ay del día que llevaba aquella camiseta tan ceñida! ¡Y del día que comenzó la primavera y dejó ver la luz a sus pechos a través de sus camisetas! ¡Qué locura! Como he llegado a perder la cabeza. Me la he imaginado y mucho, siempre de cintura para arriba, claro, pero aún así perfecta. Me la he imaginado tan bien que hasta un día la toqué un pecho y ella, lejos de darme una bofetada o algo por el estilo, sonrió complacida. Ella tenía la culpa por mostrar sus pechos cual madre protectora que no ha sacado a su hijo durante todo el invierno y lo luce con orgullo en verano.
Pues así he perdido yo la cabeza. Nuestra relación era efímera como una estrella fugaz. Nuestro diálogo un “hola”, “aquí tienes”, “gracias”, “adiós” y una sonrisa...¡Esa sonrisa maldita! Nuestro contacto poco más que un rozar de manos al darme el cambio. Poco más ¡ja! Un roce de manos es para alguien que no sabe apreciar más allá, el contacto con su piel me hacía levitar, me ponía la piel de gallina, me quedaba totalmente anonadado. No era un roce de pieles, era más que eso. Era un segundo que se detenía y crecía hasta hacerse mayor y convertirse en un siglo o un era; como esa caricia suave y cariñosa que necesitas después del día de trabajo bajo la que te refugias y encuentras el calor y el amor necesario para seguir adelante otro día y otro día.
Maldito aquel día en que yo, con mi sonrisa en los labios y el corazón en mis manos, me dirigía como todos a la tienda, la tienda de mis pasiones más íntimas; en ella ya no compraba cosas materiales para comer, en ella alimentaba mi corazón y mi cerebro con esos sentimientos que jamás he vuelto a sentir. Aquella tarde entré en la tienda y una voz muy desconocida me saludó “Hola”
Levanté la vista. Creí estar en una especie de mal sueño. ¿Que habían hecho con mi panadería? ¿Y con su mujer? La tienda ahora era un vulgar “Frutos secos” con unos dependientes asiáticos. Respondí de forma tajante que no, que no quería nada y me fui entre furioso y entristecido. Furioso por que ella no me había dicho nada, se había ido sin más. Me sentí traicionado, insultado, burlado...y triste, muy triste... ¿La volvería a ver?
Hasta hoy no se ha dado el caso pero nunca pierdo la esperanza de encontrarla en el tren. Siempre que monto no paro de recorrerlo de una punta a otra a ver si la encuentro. Y aquí sigo hoy escribiendo para no olvidarla, supongo que es una forma de recordarla y decirla, si lo lee, que no la olvido que siempre será mi chica del mostrador.